El mayor astrónomo de la antigüedad fue Hiparco, del siglo II a.C. Midió con exactitud la distancia entre la Tierra y la Luna y dedujo un valor de 29,5 diámetros terrestres, muy cerca del valor verdadero, 30. Compiló el primer catálogo estelar conocido, e ideó el sistema de magnitudes estelares que aún se emplea para comparar el brillo de las estrellas. Pero su mayor hallazgo surgió al examinar observaciones estelares antiguas. Al comparar sus observaciones con registros anteriores halló diferencias que le permitieron descubrir la precesión, una oscilación lenta del eje terretre causada por la atracción gravitatoria de la Luna y el Sol.
El último gran astrónomo griego de la antigüedad fue Claudios Ptolemaios, conocido como Tolomeo. Vivió en Alejandría, Egipto, en el siglo II de nuestra era. Apoyándose en las observaciones de Hiparco, Tolomeo desarrolló una teoría matemática detallada para predecir los movimientos del Sol, la Luna, los planetas y las estrellas, bosada en un modelo de universo centrado en la Tierra. Su trabajo vio la luz como un libro conocido hoy por su título en árabe, el Almagesto.
Tolomeo y todos los astrónomos de la antigüedad consideraban que la perfección de los cuerpos celestes los obligaba a seguir solamente trayectorias con formas perfectas, o sea, circulares. El sistema tolemaico exige, por tanto, que todos los objetos se desplacen a velocidades constantes a lo largo de órbitas circulares. Hasta las observaciones más toscas evidencian que esto es falso, de manera que Tolomeo dotó a sus órbitas de epiciclos: circunferencias menores superpuestas a las principales. Además, permitió que algunas órbitas no estuvieran centradas exactamente en la Tierra.
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