Mientra el hombre creía que la Tierra era plana, no había inconveniente alguno en concebir el cielo como una cúpula rígida cuyo borde se ajustaba al plano de la Tierra en todos los puntos de su perímetro. El espacio cerrado así formado tampoco necesitaba tener una altura desmesurada, pues que fuese de unos dieciséis kilómetros, por ejemplo, bastaría para abarcar las montañas más altas y las nubes.
Ahora, si la Tierra fuese una esfera, el cielo tenía que ser una segunda esfera, más grande que la primera y que envolviese a la Tierra por completo. Entonces, sería la esfera del cielo la que constituyese los límites del Universo; conocer sus dimensiones revestía, por tanto, el máximo interés.
A juzgar por los conocimientos que se derivan de observaciones puramente informales, la esfera celeste debía de ceñirse bastante a la esfera de la Tierra, quizá a una distancia de la superficie de unos dieciséis kilómetros en todas las direcciones. Si el diámetro de Tierra era de 12.800 kilómetros, el del cielo podría ser de unos 12.832 kilómetros.
Pero no debemos conformarnos con observaciones puramente informales, ya que los griegos (y antes que ellos los babilonios y egipcios) tampoco se contentaron con este tipo de observaciones.
La esfera celeste parece describir una vuelta completa alrededor de la Tierra cada veinticuatro horas. Durante este movimiento da la sensación de que el cielo arrastra consigo las estrellas en bloque, o sea, la posición relativa de las estrellas no varía, sino que permanecen fijas en su sitio año tras año (de ahí el nombre de estrellas fijas). Nada más natural, pues, que pensar que las estrellas se encontraban adosadas a la bóveda celeste como si fueran cabezas de alfiler luminosas; tal fue, en efecto, la creencia que prevaleció hasta el siglo XVII.
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