martes, 16 de octubre de 2007

El tamaño de la Tierra

Una vez establecido el carácter esférico de la Tierra, el problema de su tamaño adquiría una importancia mayor que nunca. Determinar las dimensiones de una Tierra plana y finita habría supuesto una tarea en extremo ardua, como no fuese que alguien se la recorriera de punta a punta. Una Tierra esférica, en cambio, produce efectos que varían directamente con el tamaño de la esfera.

Por ejemplo, si la esfera terráquea fuese enorme, los efectos producidos por su esfericidad serían demasiado pequeños para detectarlos de un modo fácil. La visión de las estrellas no cambiaría sensiblemente cuando el observador se trasladase unos cuantos cientos de kilómetros hacia el Norte o hacia el Sur; los barcos no desaparecerían por el horizonte cuando el observador estuviera percibidno todavía una imagen suficientemente grande para ser visible, ni éste vería ocultarse primero el casco y luego el velamen; y, por último, la proyección de la sombra de la Tierra sobre la Luna parecería recta, pues la curvatura de dicha sombra sería muy pequeña y, por tanto, indetectable.
En otras palabras, el mero hecho de que los efectos de la esfericidad fuesen perceptibles significaba que la Tierra era una esfera, pero también que se trataba de una esfera de tamaño más bien moderado: ciertamente grande, pero no gigantesco.
Ahora bien, ¿cómo podría medirse este tamaño con cierta precisión? Los geógrafos griegos lograron establecer un límite inferior. Hacia el año 250 a.C., estos hombres sabían por experiencia que hacia Poniente la Tierra se extendía algo más allá del Estrecho de Gibraltar, y que hacia Levante llegaba hasta la India, con una distancia máxima de unos 9.600 kilómetros (cifra muy superior a la estimación, aparentemente generosa, que hiciera Hecateo dos y siglos y medio antes). Puesto que al cabo de dicha distancia la superficie de la Tierra no había vuelto, evidentemente, al punto de partida, el perímetro del planeta tenía que ser superior a los 9.600 kilómetros; pero cuánto mayor era algo que no podía precisarse.
El primero en sugerir una respuesta basada en la observación fue el filósofo griego Eratóstenes de Cirene (275 - 196 a.C.). Este filósofo sabía (o se lo comunicaron) que en el solsticio vernal, el 21 de junio, cuando el sol de mediodía se encuentra más cerca del cenit que en ningún otro día del año, este astro pasaba justamente por el cenit sobre la ciudad de Syene, en Egipto (la moderna Asuán). Este hecho podía constatarse sin más que clavar un palo vertical en el suelo y observar que no proyectaba sombra alguna. Por otro lado, repitiendo la misma operación en Alejandría, situada unos 800 kilómetros al norte de Syene, el palo proyectaba una corta sobra, la cual venía a indicar que en aquel lugar el sol de mediodía se encontraba algo más de 7 grados al Sur del cenit.
Si la Tierra fuese plana, el Sol luciría simultáneamente sobre Syene y Alejandría, prácticamente en línea perpendicular sobre ambas. El hecho de que el Sol brillase justo encima de una pero no de la otra demostraba de por sí que la superficie de la Tierra se curvaba en el espacio que mediaba entre ambas ciudades. El palo clavado en una de las ciudades no apuntaba, por así decirlo, en la misma dirección que el otro. Uno de ellos apuntaba al Sol, el otro no.
Cuanto mayor fuese la curvatura de la Tierra, mayor sería la divergencia entre las direcciones de los dos palos y mayor también la diferencia entre las longitudes de ambas sombras. Aunque Eratóstenes demostró cuidadosamente todos sus cálculos por métodos geométricos, nosotros prescindiremos de esta demostración y diremos simplemente que si una diferencia de algo más de 7 grados corresponde a 800 kilómetros, una diferencia de 360 grados (una vuelta completa alrededor de una circunferencia) debe representar cerca de 40.000 kilómetros si queremos conservar una proporción constante.
Conocida la circunferencia de una esfera, también se conoce su diámetro. El diámetro es igual a la longitud de la circunferencia dividida por pi, cantidad que vale aproximadamente 3,14. Eratóstenes concluyó, por tanto, que la Tierra tenía una circunferencia de unos 40.000 kilómetros y un diámetro de unos 12.800 kilómetros.
El área de la superficie de tal esfera es de 512.000.000 de kilómetros cuadrados, aproximadamente, cifra que equivale a por lo menos seis veces la superficie máxima conocida en los tiempos antiguos. Evidentemente, la esfera de Eratóstenes se les antojaba algo desmesurada a los griegos, pues cuando más tarde los astrónomos repitieron las observaciones y obtuvieron cifras más pequeñas (29.000 kilómetros de circunferencia, 9.100 de diámetro y 256.000.000 de kilómetros cuadrados de superficie), dichas cifras fueron aceptadas sin pensarlo dos veces. Estas cifras prevalecieron a lo largo de toda la Edad Media y fueron utilizadas por Colón para demostrar que la ruta occidental desde España a Asia era un ruta práctica para los barcos de aquel tiempo. En realidad no lo era, pero su viaje se vio coronado por el éxito debido a que el lugar donde Colón creía que estaba Asia resultó estar ocupado por las Américas.
No fue sino en 1522, con el regreso de la única nava sobreviviente de la flota de Magallanes, cuando quedó establecido de una vez para siempre el verdadero tamaño de la Tierra, vindicando así a Eratóstenes.
Las últimas mediciones dan la cifra de 40.067,96 kilómetros para la longitud de la circunferencia de la Tierra en el Ecuador. El diámetro de la Tierra varía ligeramente según la dirección debido a que nuestro planeta no es una esfera perfecta; la longitud media de este diámetro es de 12.739,71 kilómetros. El área de la superficie es de 509.903.550 kilómetros cuadrados.

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