El método preferido de observación de Herschel consistía en "barrer" el cielo. Con una capucha negra para impedir que cualquier luz extraviada deslumbrase sus ojos dilatados y habituados a la oscuridad, movía el telescopio a través de un sector del cielo, deteniéndose para observar la situación de objetos interesantes, luego movía el telescopio ligeramente en dirección perpendicular y volvía atrás por un camino adyacente. De diez a treinta de tales oscilaciones constituían lo que él llamaba un "barrido", y registraba cada uno de ellos en un "Libro de barridos". Este era hacer de necesidad virtud; su telescopio carecía del montaje ecuatorial y los recursos de relojería que se emplean hoy para compensar la rotación de la Tierra y mantener sin esfuerzo la visión de un solo objeto. Su gran ventaja fue que estimuló a Herschel a memorizar franjas enteras del cielo; el más importante mapa estelar del hemisferio norte de fines del siglo XVIII quizá no existió en las páginas de un atlas estelar, sino en la mente de Herschel.
A este conocimiento del cielo debió Herschel su descubrimiento, la noche del 13 de marzo de 1791, del planeta Urano. Urano había sido observado docenas de veces antes, por Bradley, Flamsteed y otros, pero siempre se lo había tomado erróneamente por una estrella. Pero la enciclopedia del cielo nocturno que era la cabeza de Herschel comprendió pronto que no se trataba de una estrella. Al principio, tomó el pequeño punto verde por un cometa, erróneamente, pero el astrónomo real Nevil Maskelyne calculó su órbita y estableció que debía ser un planeta, situado mucho más allá de Saturno. De golpe, Herschel había duplicado el radio del sistema solar conocido. La fama que el descubrimiento dio a Herschel hizo que se le eligiese miembro de la Royal Society, se le otorgase una pensión y fuese nombrado astrónomo del rey Jorge III, a quien se había acusado de la derrota ante la revolución norteamericana y sufría a la sazón una depresión nerviosa; debe de haberse sentido agradecido de recibir alguna buena noticia.
Se le concedió a Herschel un subsidio real de 4.000 libras para construir y disponer del que sería por aquel entonces el mayor telescopio del mundo. Con sus propios fondos ya había logrado construir un reflector de 6 metros de largo, con un espejo de 50 centímetros de diámetro, pero había claros signos de que había empleado hasta el límite de recursos privados. Más inquietante fue el episodio del molde de estiércol de caballo. Herschel quería fundir un espejo de por lo menos 90 centímetros de diámetro, con el triple del poder recolector de la luz del de 50 centímetros. Ninguna fundición quiso realizar ese proyecto sin precedentes, de modo que Herschel resolvió hacerlo él mismo, en el sótano de su casa del 19 de New King Street, en Bath. Construyó un molde barato de lo que Caroline describió con resignación como "una inmensa cantidad" de estiércol de caballo. Ella, William y su hermano Alex se turnaron para machacar el estiércol, ayudados por el amigo de ellos William Watson de la Royal Society. Finalmente llegó el día de, como decía Herschel, "fundir el gran espejo". Al principio todo fue bien, pero luego el molde se agrietó por el intenso calor y el metal fundido se derramó por el suelo, haciendo explotar las baldosas y arrojándolas al techo. El grupo huyó al jardín, perseguido por un charco en rápida expansión de metal líquido. Herschel se refugió en una pila de ladrillos que se derrumbó. Había llegado a los límites prácticos de la construcción de telescopios como aficionado.
Por ello fue construido el más grande telescopio del mundo con el dinero del rey, por un equipo de trabajadores bajo la dirección de Herschel. Tenía un espejo de 1,22 metros que pesaba una tonelada, alojado en un tubo de 12 metros de largo. Para llegar al ocular, Herschel tenía que trepar a un andamio que se elevaba a 15 metros. Oliver Wendell Holmes describió el instrumento como "una imponente mezcla de postes inclinados, travesaños, escalas y cuerdas, del medio de la cual un gran tubo... elevaba su poderoso morro desafiante hacia el cielo". En la inauguración, el rey cogió al arzobispo de Canterbury del brazo diciéndole: "Venid, mi lord obispo, os mostraré el camino del cielo".
Con el reflector de 1,22 metros, Herschel descubrió Encelado y Mimas, el sexto y el séptimo satélites de Saturno, pero finalmente, el gran telescopio fue una decepción. Prepararlo para un objeto determinado del cielo era un fatigoso proceso que requería gritar instrucciones a un equipo de trabajadores que permanecían abajo en el andamiaje, y el espejo tendía a deformarse y empañarse con los cambios en la temperatura y la humedad. Herschel pronto volvió a trabajar con telescopios más pequeños que había construido a mano.
Las nebulosas siguieron fascinándole. En 1781 recibió un ejemplar del nuevo catálogo de Charles Messier de esas brillantes islas luminosas; pronto se puso a observarlas halló que "la mayoría de las nebulosas... ceden a la fuerza de mi luz y potencia, y se resolvían en estrellas". Concluyó, prematuramente, que todas las nebulosas sólo eran cúmulos estelares que podían resolverse en sus estrellas constituyentes cuando se empleaban grandes telescopios para observarlas. Su confianza en esta hipótesis de gran alcance pero equivocada fue sacudida por sus posteriores investigaciones de lo que él llamó las nebulosas "planetarias", de las que ahora se sabe que son masas de gas expelidas por estrellas. Cuando Herschel observó nebulosas planetarias en las que la estrella central era demasiado oscura para ser vista, supuso que eran cúmulos estelares globulares. Pero luego, la noche del 13 de noviembre de 1790, dio con una nebulosa planetaria en Taurus con una estrella central claramente visible. Inmediatamente comprendió su significación. "¡Un fenómeno muy singular!, -escribió en su diario-. Una estrella de aproximadamente octava magnitud con una tenue atmósfera luminosa... La estrella está en el centro exacto, y la atmósfera es tan diluida, tenue y homogénea que no es posible suponer que esté formada por estrellas; ni puede haber duda de la conexión entre la atmósfera y la estrella." Llegó a la conclusión de que, a fin de cuentas, algunas nebulosas no están compuestas de estrellas sino de "un fluido brillante" de constitución desconocida. "Quizá se ha conjeturado demasiado apresuradamente que toda nebulosidad lechosa, de las que hay tantas en los cielos, sólo se debe a la luz estelar", escribió, modificando su hipótesis anterior. "¡Qué campo novedoso se abre aquí para nuestras ideas!", exclamó, más deleitado por la variedad del cielo que fastidiado por haberse equivocado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario