miércoles, 12 de diciembre de 2007

El astrolabio y el problema de la longitud I

Afortunadamente para la ciencia, se hicieron rápidos progresos en cartografía y cronometría. Pero el factor principal fue menos la búsqueda del conocimiento puro que la acumulación del botín del imperio. La riqueza del mundo afluyó en el siglo XVIII a Europa en barcos: de sus maderas salía el palisandro indio de las mesas de banquete a las que Newton y Halley eran invitados, las incrustaciones de oro africano de los platos, el pavo con maíz que se servía como plato principal, el chocolate de postre y el tabaco que se fumaba después. Pero la navegación en mar abierto era tan azarosa como incierta, y los marinos que se aventuraban lejos de la vista de tierra siempre tanteaban su camino por lo desconocido con resultados que iban del retraso al desastre. Muchos cargamentos de plata, azúcar o madera dura habían sido transportados a través de los océanos Atlántico o Índico, sólo para estrellarse contra las rocas del cabo de Buena Esperanza. La situación había mejorado poco en el siglo transcurrido desde que el geógrafo Richard Hakluyt escribió de los navegantes que "ninguna categoría de hombres de ninguna profesión del Estado pasa sus años en medio de tan grandes y continuos azares de la vida... De muchos, sólo unos pocos llegan a tener los cabellos grises". La catástrofe definitiva se produjo en 1707, con sir Cloudesley Shovell; cuatro barcos de su flota y dos mil de sus hombres se perdieron en las rocas de las islas Scilly del suroeste de Inglaterra, y esto una noche en que sus navegantes contaban con que la flota estaría en aguas seguras a cientos de kilómetros al oeste. Evidentemente, era menester hacer algo.

El problema se relacionaba con la determinación de la longitud. Era posible desde hacía tiempo que un navegante conociese su latitud -su situación en una dirección norte-sur- midiendo la altura por encima del horizonte de la estrella Polar o del sol de mediodía. El instrumento empleado para este fin era el astrolabio (del griego, "tomar una estrella"), un disco de cobre o estaño, de 12,7 a 17,3 centímetros, provisto de un brazo de observación móvil. A mediodía de cualquier día despejado, a bordo de cualquier barco de línea podía verse a tres oficiales colaborando para enfocar el Sol -uno sostenía el astrolabio, otro lo apuntaba y el tercero leía la elevación-, mientras marineros de cubierta estaban preparados para prestar ayuda al navegante cuando se caía o recuperar el astrolabio si se iba al suelo por la cubierta que se balanceaba. Se había mejorado la eficiencia del astrolabio, gracias a los esfuerzos de Newton, Halley, John Hadley, Thomas Godfrey y otros que hicieron el instrumento menos pesado, reduciéndolo primero a un cuarto de círculo (el "cuadrante") y luego a un sexto (el "sextante"), empleando espejos para plegar su óptica de modo que el obsercador pudiese ver el Sol y el horizonte superpuestos, y agregando filtros y un telescopio para mayor exactitud. Pero aunque estas mejoras ayudaron a los navegantes a refinar sus cálculos de la latitud, no les ayudaron a determinar su longitud, su posición en la dirección este-oeste. En esto la cuestión era tanto de tiempo como de espacio.
A medida que la Tierra gira, las estrellas cruzan el cielo a un ritmo de quince grados por hora. Esto significa que si queremos saber la hora, el cielo nos lo dirá. Pero el conocimiento del tiempo exacto era justamente de lo que carecían los navegantes de la época de Newton. En tierra, se determinaba el tiempo mediante relojes de péndulo, pero los péndulos no funcionan en el mar; el balanceo del barco altera su funcionamiento. Un típico reloj de barco a comienzos del siglo XVIII tenía una exactitud no mayor de cinco a diez minutos por día, que se traducía en un error de cálculo no menor de ochocientos kilómetros en longitud después de sólo diez días en el mar. Era justamente un error semejante lo que había hecho estrellarse a la flota de Cloudesley Shovell contra las rocas de las islas Scilly.
El problema de determinar la longitud en el mar había eludido su solución durante tanto tiempo que muchos lo consideraban insoluble. El matemático del Coloquio de los perros de Cervantes reflexiona disparatadamente:
Veinte años ha que ando tras de hallar el punto fijo, y aquí lo dejo y allí lo tomo, y pareciéndome que ya lo he hallado y que no se me puede escapar en ninguna manera, cuando no me cato, me hallo tan lejos de él que me admiro. Lo mismo me acaece con la cuadratura del círculo.

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