Una de ellas, la teoría del "universo-isla" de Kant y Lambert -la expresión es de Kant-, sostenía que nuestro Sol es una de muchas estrellas de una galaxia, la Vía Láctea, y que hay muchas otras galaxias, que vemos a través de grandes extensiones de espacio como nebulosas espirales y elípticas. La otra, la "hipótesis nebular", afirmaba que las nebulosas espirales y las elípticas son torbellinos de gas que se condensan para formar estrellas, que están cerca y son relativamente pequeñas. La hipótesis nebular también se había originado en Kant, pero comúnmente era llamada "laplaciana", en honor al matemático francés Pierre-Simon de Laplace, quien había publicado una explicación detallada de cómo el Sol y los planetas podían haberse condensado a partir de una nebulosa arremolinada. Ambas teorías eran en cierta medida correctas -algunas nebulosas, en efecto, son nubes gaseosas que forman estrellas, pero había una comprensible tendencia a suponer que una sola teoría explicaría todos los tipos de nebulosas, y este supuesto alimentó la confusión.
Las pruebas de observación parecían favorecer la hipótesis nebular. Muy espectacular fue el descubrimiento por William Parsons, tercer conde de Rosse, de que algunas nebulosas elípticas presentan una estructura espiral. Lord Rosse, que empleaba un telescopio reflector de 1,80 metros que era en aquel entonces el mayor del mundo, en realidad veía galaxias espirales, pero se pensaba que sus observaciones apoyaban la hipótesis nebular, con su visión de estrellas que se condensan a partir de torbellinos de gas. Esta impresión se reforzó cuando las fotografías tomadas por Isaac Roberts en Inglaterra en la década de 1880-1890 revelaron que la mayoría de las nebulosas elípticas son espirales; cuando se presentaron las fotografías de Roberts en la Real Sociedad de Astronomía, en Londres, en 1888, se dijo que los espectadores cultos se quedaron boquiabiertos ante las pruebas fotográficas que "hicieron visible la hipótesis nebular". Esta hipótesis ganó aún más aceptación cuando fotografías de largo tiempo de exposición tomadas por James Keeler en el observatorio Lick de California en la década de 1890-1900 indicaban que hay una gran cantidad de nebulosas espirales. Keeler calculaba que más de cien mil nebulosas espirales estaban dentro del alcance del telescopio de Lick. Parecía plausible que hubiese cientos de miles de nuevos sistemas solares, considerando la multitud de soles que adornan la Vía Láctea, pero era pedir demasiado a la credulidad imaginar que pudiese haber centenares de miles de galaxias, cada una con miles de millones de estrellas.
Finalmente se resolvió el enigma, no mediante el telescopio o la cámara solamente, sino combinando ambos con el espectroscopio, que revelaría de qué están hechas las estrellas y las nebulosas, algo que el filósofo Auguste Comte, todavía en 1844, citaba como ejemplo de un conocimiento que nunca llegaría a tener la mente humana.
El nacimiento de la espectroscopia data de 1666, cuando Newton observó que la luz blanca del Sol, al pasar por un prisma, produce un arco iris de colores. En 1802, el físico inglés William Wollaston descubrió que si colocaba una fina ranura frente al prisma, aparecían en el espectroscopio una serie de rayas oscuras paralelas, como las grietas entre las teclas del piano. Pero Wollaston dejó el experimento de lado, y la elevación de la espectroscopia al rango de ciencia exacta quedó para un pobre adolescente enjuto con una tos persistente, que, cuando Wollaston hizo su descubrimiento, estaba en un hospital recuperándose de heridas sufridas en el derrumbe de un taller de óptica donde trabajaba en los suburbios de Munich. Su nombre era Joseph Fraunhofer, y su suerte estaba por mejorar.
La óptica a comienzos del siglo XIX era una industria en crecimiento. La pasión de Napoleón Bonaparte por los mapas y los catalejos había obligado a los topógrafos y los generales a encargar telescopios y teodolitos portátiles, y las investigaciones de William Herschel y su hijo John, que habían hecho el mapa estelar de los cielos meridionales desde un observatorio del cabo de Buena Esperanza, habían inspirado el interés por los grandes telescopios entre los entusiastas que deseaban contemplar las maravillas del espacio profundo y los escépticos que querían poner a prueba las afirmaciones de Herschel. Prosperó una nueva clase de artesanos: los ópticos, enconadamente competitivos, encarnizadamente innovadores, tan duros como el bronce y el vidrio que trabajaban y tan excéntricos como los científicos e ingenieros a los que servían. Un personaje típico de esta clase era Jesse Ramsden de Londres, un perfeccionista que trabajaba duranmente en sus proyectos hasta lograr su meta, por mucho tiempo que le llevase; el círculo de 2,43 metros para la medición de la altura que construyó para el observatorio Dunsink de Dublín, que se reconocía como una obra maestra, fue entregado veintitrés años después de expirar el plazo de entrega que fijaba el contrato.Si los ópticas esperaban ser tratados como artistas, esto es lo que eran muchos de ellos. Alvan Clark, el gran constructor norteamericano de telescopios, prosperó como pintor de retratos antes de cambiar de profesión, y construyó los que aún se consideran los más bellos telescopios refractores del mundo. Hombre de vista sumamente aguda, se decía que Clark era capaz de disparar seis balas de rifle "a una tabla distante con tal precisión que cualquiera habría dicho que sólo se había disparado una bala" y de detectar sopladuras y ondulaciones en el vidrio invisibles para los mortales comunes.
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