viernes, 18 de enero de 2008

Nuestro lugar en el Universo

Algunos astrónomos parecen tener el don de obtener bellas y nítidas fotografías de galaxias con grandes telescopios. Hubble no era uno de ellos, aunque era experto en extraer datos esenciales de las placas generalmente defectuosas que obtenía. Tampoco era especialmente hábil con los espectros, pero en esto fue ayudado por un tal Milton Humason, un joven ingenioso de mente inquisitiva que comenzó a trabajar en Monte Wilson como arriero y portero del observatorio, luego empezó a ayudar a los astrónomos en su trabajo con el telescopio y finalmente se convirtió en un experto astrónomo de observación. Durante los años treinta y cuarenta, Hubble y Humason hicieron retroceder las fronteras del universo observable, haciendo mapas estelares y catalogando galaxias cada vez más distantes. Con el tiempo, Hubble pudo tomar fotografías llenas de las imágenes de galaxias más remotas que las estrellas de primer plano.

En 1952, el año anterior a la muerte de Hubble, Walter Baade anunció en una reunión de la Unión Astronómica Internacional realizada en Roma que había descubierto un error en la determinación del valor período-luminosidad de las cefeidas, y la corrección de tal error hacía duplicar la escala de distancias cósmica. Posteriormente, el ex ayudante de Hubble, Allan Sandage, en colaboración con el astrónomo suizo Gustav Tammann, logró nuevos refinamientos en la escala de distancias, lo cual permitió a los astrónomos medir la distancia de galaxias situadas a centenares y miles de millones de años-luz.

A esas distancias, el tiempo adquiere una importancia igual a la del espacio. Puesto que se necesita tiempo para que la luz de una galaxia distancia atraviese el espacio, vemos la galaxia tal como era hace mucho tiempo. Las galaxias del cúmulo de la Cabellera de Berenice, por ejemplo, se nos aparecen como eran hace 700 millones de años, cuando en la Tierra aparecía la primera medusa. A causa de este fenómeno, llamado tiempo de vuelta al pasado, debe ser posible establecer, observando muy lejos en el espacio profundo, si el universo fue una vez diferente de como es hoy. Las pruebas de que esto es así llegaron en los años setenta, cuando Sandage y el radioastrónomo Thomas Matthews descubrieron los quasars, y Maarten estableció que se hallaban extraordinariamente lejos. Los quasars parecen ser núcleos de galaxias jóvenes, a distancias de 1.000 millones de años-luz y más aún. Así, la exploración del espacio inició las páginas de la historia cósmica.
Prosigue la tarea de determinar nuestro lugar en el universo, y hoy podemos afirmar con cierta confianza que el Sol es una estrella amarilla típica que está en el disco de una importante galaxia espiral, a unos dos tercios del centro galáctico. El disco no sólo contiene estrellas y sus planetas, sino también vastas extensiones enrarecidas de hidrógeno y helio gaseosos, agregados más densos donde los átomos han logrado unirse y formar moléculas y gigantescos cumulonimbos de material arrojado por estrellas humeantes. Las ondas generadas por los armónicos en la interacción gravitatoria de las innumerables estrellas se propagan por el disco en un grácil diseño espiral, haciendo que el material interestelar forme glóbulos suficientemente densos como para que se contraigan bajo la atracción de su propia fuerza gravitatoria. De este modo se forman nuevas estrellas, y es la luz de las más masivas y menos duraderas de las jóvenes estrellas la que ilumina los brazos espirales, haciéndolos visibles. Éstos, pues, no son objetos sino procesos, tan transitorios, según los patrones espaciotemporales de la Vía Láctea, como las abundantes crestas de espuma que coronan las olas de los océanos terrestres.

Más allá de la Vía Láctea hay más galaxias. Algunas, como la Gran Nube de Magallanes y la de Andrómeda, son espirales. Otras son elípticas, y sus estrellas flotan en un prístino espacio sin nubes. Otras son oscuras enanas, algunas no mucho más grandes que cúmulos globulares. La mayoría pertenecen a su vez a cúmulos de galaxias. La Vía Láctea es una de unas pocas docenas de galaxias que incluyen una asociación unida gravitacionalmente que los astrónomos llaman el Grupo Local. Este grupo, por su parte, está cerca de uno de los extremos de un alargado archipiélago de galaxias llamado el supercúmulo de Virgo. Si pudiésemos volar por los sesenta millones, más o menos, de años-luz que hay desde aquí al centro del supercúmulo, encontraríamos en nuestro camino muchas cosas dignas de verse: la gigantesca galaxia caníbal Centaurus A, una elíptica que engulle afanosamente una espiral que tropieza con ella; la dilatada espiral M51, con su brillante núcleo amarillo y su multitud de estrellas blancoazuladas; y, en el centro del supercúmulo, la elíptica gigante Virgo A, rodeada de miles de cúmulos globulares de estrellas, que contienen unos tres billones de estrellas, y adornada con un chorro de plasma blancoazulado que ha sido vomitado desde su centro con la velocidad de un rayo.
Más allá de Virgo están los cúmulos de Perseo, la Cabellera de Berenice y Hércules, y más allá de ellos tanto otros cúmulos y supercúmulos de galaxias que se necesitan volúmenes enteros para catalogarlos. Hay una estructura aun a esas enormes escalas; los supercúmulos parecen estar ordenados en gigantescos dominios cósmicos que se asemejan a las células de una esponja. Y más allá de esto, la luz de galaxias remotas, cabalgando en las oscilaciones del espacio curvo, se hace tan moteada como el reflejo de la Luna en un estanque bajo el impulso de una suave brisa. Allí, a la espera de un futuro Hubble o Herschel, hay para contar muchas cosas pasadas, presentes o futuras.

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