martes, 1 de enero de 2008

George Ellery Hale

Cuando empezó el siglo XX, pues, varios de los aspectos más pasmosos de la cosmología precopernicana cerrada habían renacido en escala galáctica. Se pensaba comúnmente que el Sol estaba situado en, o cerca de, el centro de un sistema estelar -la Vía Láctea- que abarcaba todas las estrellas y nebulosas del cielo telescópico, y que, por ende, constituía nada menos que el universo observable entero. Más allá de nuestra galaxia tal vez hubiese un vacío infinito, pero esta cuestión era puramente académica, como lo había sido la del carácter del espacio más allá de la esfera exterior de estrellas en el modelo aristotélico.

Pero la ciencia tiene un mecanismo autocorrector, y a principios de siglo había empezado a afirmarse. Las primeras grietas en la fachada de la hipótesis nebular aparecieron en el campo teórico, cuando se descubrió un defecto fatal en la teoría de Jeans de cómo se había condensado el sistema solar. De ser correcta la hipótesis, calcularon los matemáticos, el Sol debía haber conservado la mayor parte del momento angular del sistema solar y rotar muy rápidamente; en cambio, el "día" solar dura veintiséis lentos días en el ecuador del Sol, y los planetas tienen el 98 por 100 del momento angular del sistema solar. Los datos de observación también empezaron a volverse contra la hipóteis nebular. Huggins obtuvo un espectro de la nebulosa de Andrómeda en 1888, pero lo halló difícil de interpretar. Nueve años más tarde, Julius Schteiner publicó en Alemania un espectro de la nebulosa de Andrómeda, y señaló que el espectro no era gaseoso sino estelar. Indudablemente, al menos algunas nebulosas espirales estaban constituidas por estrellas.

Luego acudieron en ayuda de los astrónomos las estrellas en explosión, como siglos antes habían hecho para Tycho Brahe, Kepler y Galileo. Cada siglo, dos o tres estrella supergigantes explotan en alguna importante galaxia media, con tal brillo que se las puede ver a través de las extensiones del espacio intergaláctico. Puesto que miles de galaxias (o nebulosas elípticas y espirales, como se las llamaba por entonces) estaban dentro del alcance de los telescopios y las cámaras existentes, sólo era cuestión de tiempo que se empezasen a detectar supernovas en fotografías de otras galaxias. La primera de tales supernovas extragalácticas que se observó, en Andrómeda en 1885, estaba cerca del centro de la espiral, y por consiguiente podía ser explicada como el vómito de un protosol laplaciano. Pero luego, en 1917, George Ritchey, un óptico de Monte Wilson, y Heber Curtis, un astrónomo de Lick, anunciaron que habían encontrado varias novas en viejas fotografías de archivo de nebulosas espirales. Otros astrónomos empezaron a registrar sus archivos de placas y hallaron algunas decenas más. Las novas no estaban en el centro, sino que aparecían principalmente en los brazos espirales. Esto era sumamente adverso para la idea de que todas las nebulosas eran gaseosas. Docenas de estrellas en explosión en galaxias llenas de estrellas tenía sentido; en discos laplacianos de gas, no. Según el comentario de Curtis: "Las novas en las espirales proporcionan decisivas pruebas a favor de la conocida teoría del "universo-isla"".

Estaba preparado el escenario para el descubrimiento de las galaxias. Lo que quedaba por hacer era el proyecto de examen más vasto de la historia de nuestro planeta: establecer la situación del sistema solar en la Vía Láctea y determinar las distancias de las otras galaxias fuera de ella.
El paladín de esta causa fue el fundador de la astrofísica de observación, George Ellery Hale. La carrera temprana de Hale repitió el paso de la espectroscopia del Sol a las estrellas. Como niño que creció en los suburbios de Chicago, le fascinaba el Sol; construyó un observatorio en un patio interior donde observaba espectros solares, y a los veinticuatro años había inventado el espectrohelioscopio, un aparato que permitía examinar la atmósfera solar en una longitud de onda de la luz cada vez. Cautivado por la comprensión de que, como repitió toda su vida, "el Sol es una estrella", luego dirigió su atención a las profundidades del espacio. Fue responsable de la construcción de cuatro telescopios, cada uno de los cuales fue en su tiempo el más grande del mundo: el refractor de 1 metro del observatorio Yerkes, en Wisconsin, y, en California meridional, los reflectores de 1, 1,5 y 2,54 metros de Monte Wilson, y el reflector de 5 metros de Monte Palomar. Monte Wilson, en particular, fue un monumento a la doble pasión de Hale por la espectroscopia: allí los telescopios solares registraban los espectros del Sol de día, y de noche gigantescos telescopios reflectores se empleaban para sondear la multitud de otros soles dispersos por la Vía Láctea y más allá de ella.
Trabajador infatigable, aun juzgado por los duros criterios de los ópticos y astrónomos de la época, Hale subió en mula por el camino rocoso y sinuoso desde Pasadena hasta la cumbre del Monte Wilson, y cuando no había mulas disponibles simplemente subía corriendo la ladera de la montaña. Llevó a cabo una labor de investigación propia toda su vida y al mismo tiempo actuó como director del observatorio, recaudando fondos para telescopios cada vez más grandes y contratando para Monte Wilson a algunos de los más descollantes astrónomos del mundo. Uno de los más capaces de ellos era Harlow Shapley.

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