Mostrando entradas con la etiqueta Saturno. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Saturno. Mostrar todas las entradas

miércoles, 24 de octubre de 2007

El Sol III

El sistema heliocéntrico suministró resultados algo más precisos y simplificó el aparato matemático, pero tampoco era un modelo exacto: Copérnico seguía concibiendo las órbitas planetarias como combinaciones de circunferencias perfectas, concepción que resultó ser totalmente inadecuada.

En 1609 se estableció por fin un modelo exacto. Habiendo estudiado las excelentes observaciones que sobre la posición del planeta Marte realizara su antiguo mentor, el astrónomo danés Tycho Brahe (1546 - 1601), Johannes Kepler (1571 - 1630), astrónomo alemán, decidió por último que la única figura geométrica que podía concordar con las observaciones era la elipse. Kepler demostró que el Sol ocupaba uno de los focos de la órbita elíptica de Marte.

Más tarde se comprobó que esta misma afirmación era válida para todos los planetas que giraban alrededor de la Tierra, así como para la Luna en sus evoluciones alrededor de ésta. En todos estos casos la órbita era una elipse y el cuerpo central ocupaba siempre uno de los focos de la misma.

En 1619 Kepler descubrió que la distancia media entre cualquier planeta y el Sol guardaba una relación matemáticamente muy simple con el tiempo que el planeta invertía en describir una vuelta completa alrededor del Sol. Medir los tiempos de revolución no presentaba grandes problemas y, comparándolos entre sí, tampoco resultaba difícil calcular la distancia relativa de los diferentes planetas.

En resumen, se podía trazar un modelo muy preciso del sistema solar, especificando con exactitud la proporción entre las distintas órbitas. Sin embargo, existía un inconveniente; comparando los tiempos de revolución lo único que podía decirse era que un planeta dado se hallaba, por ejemplo, dos veces más alejado del Sol que otro, pero era imposible especificar a qué distancia exacta del Sol se hallaba uno u otro planeta. Existía el modelo, pero faltaba la escala sobre la que estaba construido. Pese a ello, el modelo dio una idea del tamaño del sistema solar: ahora se sabía que Saturno, el planeta más lejano de los que conocían los griegos (o Kepler), se hallaba a una distancia del Sol aproximadamente diez veces superior a la de la Tierra.

Ahora bien, en el momento en que se lograse determinar la distancia entre la Tierra y un planeta cualquiera, la escala quedaría fijada y podría calcularse la distancia de todos los planetas. El problema estribaba, pues, en determinar correctamente una distancia planetaria.

El Sol II

Los cimientos para la construcción de un nuevo modelo de los cielos fueron obra del astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473 - 1543), quien en un libro publicado en 1543, el mismo día de su muerte, sugirió que era el Sol, y no la Tierra, lo que constituía el centro del Universo. De acuerdo con su teoría, el sistema planetario era de hecho un sistema solar.

En realidad, esta idea había sido sugerida ya por Aristarco diecinueve siglos atrás, pero en aquel tiempo había resultado una concepción radical, demasiado radical para poder aceptarla. De acuerdo con el sistema heliocéntrico (helios significa sol en griego), la Tierra y los demás planetas girarían en torno al Sol y la ingente masa de materia sólida sobre la que pisa el hombre volaría a través del espacio sin que nos percatáramos de ello. De este modo, los planetas no serían siete, sino seis: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno y la Tierra. El Sol no figuraría ya entre los planetas, sino que constituiría el centro inmóvil. Por otro lado, la Luna tampoco sería un planeta en pie de igualdad con el resto, ya que ésta, aunque el sistema fuera heliocéntrico, no giraría alrededor del Sol, sino de la Tierra. Los cuerpos que rotaban alrededor de un planeta recibieron el nombre de satélites, y entre éstos figuraba precisamente la Luna.

El sistema copernicano comenzó a abrirse paso poco a poco en la mente de los astrónomos, pues por aquel entonces se había comprobado ya que la visión geocéntrica del universo presentaba numerosos defectos. Las matemáticas que requería el viejo sistema para calcular las posiciones de los planetas eran tediosas y proporcionaban resultados que no concordaban con las minuciosas observaciones realizadas por las nuevas generaciones de astrónomos pertenecientes a la primera época de los tiempos modernos.

martes, 23 de octubre de 2007

La Luna II

Un fenómeno que hubo de ser observado desde los tiempos prehistóricos es que existen ciertos cuerpos celestes ue se mueven con respecto a las estrellas: en un momento dado se encuentran próximos a una estrella determinada, mientras que en una ocasión posterior se hallan cerca de otra distinta. Estos cuerpos no podían estar adosados a la bóveda del cielo, sino que debían hallarse entre ésta y la Tierra.

Los antiguos conocían siete de estos cuerpos, cuyos nombres son (en la forma que hoy los conocemos), por orden de brillo, los siguientes: el Sol, la Luna, Venus, Júpiter, Marte, Saturno y Mercurio. Los griegos llamaron a estos siete cuerpos planetes (errantes), debido a que erraban entre las estrellas. Esta palabra ha llegado hasta nosotros en la forma planetas.
En algunos casos era posible especular sobre qué planetas se encontraban más cerca o más lejos de la Tierra. La Luna, por ejemplo, pasaba por delante del Sol en cada eclipse solar; por tanto, la Luna debía encontrarse más próxima a la superficie de la Tierra que el Sol.

En otros casos, los antiguos se basaron en las velocidades relatias de los movimientos planetarios respecto a las estrellas. La experiencia nos enseña que cuanto más próximo se encuentra al observador un objeto en movimiento, mayor es la velocidad que parece llevar. Un avión en vuelo raso da la sensación de una velocidad increíble, mientras que el mismo aparato volando a un kilómetro de altura apenas parece moverse, a pesar de que quizá vuele a una velocidad mayor que cuando se desplazaba cerca del suelo.

Basándose en las velocidades relativas respecto a las estrellas, los griegos llegaron a la conclusión de que la Luna era el más próximo de los siete planetas. En cuanto a los seis restantes, se estimó que el más cercano era Mercurio, luego Venus, el Sol, Marte, Júpiter y el más lejano Saturno.

Por consiguiente, para determinar la distancia de los cuerpos celestes es obvio que había que comenzar por la Luna, pues si resultaba imposible calcular la distancia entre este planeta y la Tierra, pocas esperanzas cabría albergar de poder determinar esta magnitud para los demás cuerpos celestes.
El primero que efectuó un cálculo riguroso de la distancia a la Luna fue el astrónomo griego Aristarco de Samos (320 - 250 a.C.), quien trabajó con observarciones realizadas durante un eclipse lunar. La curvatura de la sombra proyectada por la Tierra sobre la Luna permitía averiguar el tamaño de la sección transversal de dicha sombra en relación con el tamaño de la Luna. Suponiendo que el Sol estaba mucho más alejado de la Tierra que la Luna y utilizando conocimientos básicos de geometría, Aristarco logró averiguar la distancia que debía mediar entre la Luna y la Tierra para que la sombra proyectada sobre aquélla tuviese las dimensiones observadas.