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viernes, 23 de noviembre de 2007

Paralaje II

Por desgracia, las condiciones que prevalecían hacia el año 1600 no permitían emplazar los observatorios a una distancia suficiente entre sí; esto, junto con la enorme distancia a que se hallaban los planetas, determinaba un desplazamiento aparente contra el fondo estrellado demasiado pequeño para ser susceptible de medidas precisas.

Años más tarde, en 1608, llegó el invento (o reinvento) del telescopio, debido al científico italiano Galileo Galilei (1564 - 1642). Este instrumento permitió aumentar los pequeños desplazamientos propios del paralaje, de suerte que una distancia angular imposible de detectar a simple vista se convertía, gracias al telescopio, en otra fácilmente mensurable.

Los planetas más cercanos (y por consiguiente aquellos cuyos paralajes eran mayores) eran Venus y Marte. Venus, sin embargo, pasa tan próximo al Sol en su posición de máximo acercamiento a este astro que resulta imposible observarlo (excepto en casos muy raros, cruzándolo en "tránsito"). Así pues, el objetivo lógico para la determinación del paralaje más allá de la Luna era el planeta Marte.

En 1671 se realizó la primera medida telescópica de calidad de un paralaje planetario. Uno de los observadores era Jean Richer (1630 - 1696), astrónomo francés que estuvo al frente de una expedición científica a Cayenne, en la Guayana francesa. El otro era el astrónomo ítalo-francés Giovanni Domenico Cassini (1625 - 1712), que permaneció en París. Ambos observaron el planeta Marte con la máxima simultaneidad posible y anotaron su posición respecto a las estrellas más próximas. Basándose en la diferencia de posiciones observada y en la distancia conocida de Cayenne a París, fue posible calcular la distancia de Marte en el momento del experimento.

Una vez efectuada esta medida, se disponía ya de la escala del modelo de Kepler, permitiendo así calcular todas las demás distancias del sistema solar. Cassini calculó, por ejemplo, que la distancia entre el Sol y la Tierra era de 140.000.000 de kilómetros, más de nueve millones de kilómetros inferior a la cifra real, pero resultado de todos modos excelente para ser el primer intento. La cifra de Cassini puede considerarse como la primera determinación útil de las dimensiones del sistema solar.
Durante los dos siglos que siguieron a los tiempos de Cassini se realizaron medidas algo más exactas de los paralajes planetarios. Algunas de ellas se referían a Venus, planeta que, en ciertas ocasiones, pasa justamente entre la Tierra y el Sol, apareciendo como un pequeño cuerpo circular oscuro que cruza el disco brillante del Sol. Tales "tránsitos" se registraron, por ejemplo, en 1761 y 1769. Si el tránsitos se observan desde distintos observatorios, se comprueba que tanto el momento en que Venus parece establecer contacto con el disco solar, como el momento en que se separa de éste y el tiempo que dura el tránsito, difieren de un observatorio a otro. Conocidas estas diferencias y las distancias entre los distintos observatorios, es posible calcular el paralaje de Venus; a partir de él, la distancia de este planeta, y desde aquí, la distancia del Sol.

miércoles, 24 de octubre de 2007

El Sol II

Los cimientos para la construcción de un nuevo modelo de los cielos fueron obra del astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473 - 1543), quien en un libro publicado en 1543, el mismo día de su muerte, sugirió que era el Sol, y no la Tierra, lo que constituía el centro del Universo. De acuerdo con su teoría, el sistema planetario era de hecho un sistema solar.

En realidad, esta idea había sido sugerida ya por Aristarco diecinueve siglos atrás, pero en aquel tiempo había resultado una concepción radical, demasiado radical para poder aceptarla. De acuerdo con el sistema heliocéntrico (helios significa sol en griego), la Tierra y los demás planetas girarían en torno al Sol y la ingente masa de materia sólida sobre la que pisa el hombre volaría a través del espacio sin que nos percatáramos de ello. De este modo, los planetas no serían siete, sino seis: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno y la Tierra. El Sol no figuraría ya entre los planetas, sino que constituiría el centro inmóvil. Por otro lado, la Luna tampoco sería un planeta en pie de igualdad con el resto, ya que ésta, aunque el sistema fuera heliocéntrico, no giraría alrededor del Sol, sino de la Tierra. Los cuerpos que rotaban alrededor de un planeta recibieron el nombre de satélites, y entre éstos figuraba precisamente la Luna.

El sistema copernicano comenzó a abrirse paso poco a poco en la mente de los astrónomos, pues por aquel entonces se había comprobado ya que la visión geocéntrica del universo presentaba numerosos defectos. Las matemáticas que requería el viejo sistema para calcular las posiciones de los planetas eran tediosas y proporcionaban resultados que no concordaban con las minuciosas observaciones realizadas por las nuevas generaciones de astrónomos pertenecientes a la primera época de los tiempos modernos.

martes, 23 de octubre de 2007

La Luna II

Un fenómeno que hubo de ser observado desde los tiempos prehistóricos es que existen ciertos cuerpos celestes ue se mueven con respecto a las estrellas: en un momento dado se encuentran próximos a una estrella determinada, mientras que en una ocasión posterior se hallan cerca de otra distinta. Estos cuerpos no podían estar adosados a la bóveda del cielo, sino que debían hallarse entre ésta y la Tierra.

Los antiguos conocían siete de estos cuerpos, cuyos nombres son (en la forma que hoy los conocemos), por orden de brillo, los siguientes: el Sol, la Luna, Venus, Júpiter, Marte, Saturno y Mercurio. Los griegos llamaron a estos siete cuerpos planetes (errantes), debido a que erraban entre las estrellas. Esta palabra ha llegado hasta nosotros en la forma planetas.
En algunos casos era posible especular sobre qué planetas se encontraban más cerca o más lejos de la Tierra. La Luna, por ejemplo, pasaba por delante del Sol en cada eclipse solar; por tanto, la Luna debía encontrarse más próxima a la superficie de la Tierra que el Sol.

En otros casos, los antiguos se basaron en las velocidades relatias de los movimientos planetarios respecto a las estrellas. La experiencia nos enseña que cuanto más próximo se encuentra al observador un objeto en movimiento, mayor es la velocidad que parece llevar. Un avión en vuelo raso da la sensación de una velocidad increíble, mientras que el mismo aparato volando a un kilómetro de altura apenas parece moverse, a pesar de que quizá vuele a una velocidad mayor que cuando se desplazaba cerca del suelo.

Basándose en las velocidades relativas respecto a las estrellas, los griegos llegaron a la conclusión de que la Luna era el más próximo de los siete planetas. En cuanto a los seis restantes, se estimó que el más cercano era Mercurio, luego Venus, el Sol, Marte, Júpiter y el más lejano Saturno.

Por consiguiente, para determinar la distancia de los cuerpos celestes es obvio que había que comenzar por la Luna, pues si resultaba imposible calcular la distancia entre este planeta y la Tierra, pocas esperanzas cabría albergar de poder determinar esta magnitud para los demás cuerpos celestes.
El primero que efectuó un cálculo riguroso de la distancia a la Luna fue el astrónomo griego Aristarco de Samos (320 - 250 a.C.), quien trabajó con observarciones realizadas durante un eclipse lunar. La curvatura de la sombra proyectada por la Tierra sobre la Luna permitía averiguar el tamaño de la sección transversal de dicha sombra en relación con el tamaño de la Luna. Suponiendo que el Sol estaba mucho más alejado de la Tierra que la Luna y utilizando conocimientos básicos de geometría, Aristarco logró averiguar la distancia que debía mediar entre la Luna y la Tierra para que la sombra proyectada sobre aquélla tuviese las dimensiones observadas.